Volvemos a nuestro amado sur de Europa, a donde Raffaella Carrà recomendaba venir para pasárselo muy bien.
Hemos tenido la suerte de contar con la confianza de Pilar, una cordobesa afincada en Florencia que necesitaba que alguien cuidara de Pepita y Pablo mientras ella recorría el Camino de Santiago.
Pepita y Pablo no son sus hijos naturales, sino adoptivos de cuatro patas, peludos y muy graciosos.
Pepita es una señora perrita de 14 años, muy pequeñita, de cara muy simpática, despeluchada y que manda callar a sus vecinos caninos cada vez que el barrio se alborota con ladridos.
Pablo es un gato que enternece, pues aparte de ser muy bonito, el pobre tiene un problema de equilibrio, debido a un envenenamiento que sufrió de pequeño, lo que le causó un daño neuronal que hace que le cueste mantenerse en pie y ande dando tumbos.
El primer día compartimos la casa con Pilar, viendo con un proyector en una pared de la casa el partido de la final de la Eurocopa de España contra Inglaterra, mientras cenábamos unas auténticas pizzas italianas.
La manera de ver el partido fue una tortura porque nuestra retransmisión por ordenador iba con un poco de retraso respecto a la de la televisión. Por la ventana se oían gritos de alegría tanto a favor de Inglaterra como de España, y no sabíamos quién iba a marcar cuando oíamos cantar "gol", sufriendo 30 segundos de espera muy angustiosos, sabiendo que algún equipo anotaría un tanto en breve, pero sin saber bien cuál de los dos.
Una de las cosas que más nos atraía de la casa era la magnífica terraza que habíamos visto durante nuestra entrevista por videollamada. Teníamos pensado montarnos ahí los desayunos y las cenas, al frescor de la noche toscana. Pero nuestro gozo en un pozo, porque, al igual que los bosques canadienses, descubrimos que está llena de mosquitos en verano, atraídos por el frescor y el verdor todas las plantas que alberga.
Picaban tanto los mosquitos que era imposible sentarse a disfrutar de un café. Incluso para regar las plantas tuvo María que improvisar su propio traje de apicultura, con manga larga (a 25 ºC a primera hora de la mañana), guantes, y un sombrero con mosquitera que habíamos comprado para utilizarlo en nuestras excursiones por el sudeste asiático.
En esta entrada del blog sí que nos vemos cortos de palabras para describir Florencia. Acabamos antes poniendo fotos, y punto. Es imposible contar con palabras la belleza de este museo al aire libre, donde se disfruta de cada calle, de cada casa, a cual más bella y ornamentada (hasta las más normales tienen frontones renacentistas adornando sus ventanas).
A tan solo veinte minutos andando de la casa estaba la Piazza del Duomo, donde nos quedamos fascinados ante la belleza no solo de la Catedral de Santa María del Fiore, con su famosa cúpula de Brunelleschi, sino del Campanario de Giotto y del Baptisterio de San Juan que la acompañan.
Hay un cuarto monumento que no sale en las guías, pero que debería. No está tan adornado, pero es igualmente de satisfactorio para todos los sentidos, especialmente el del gusto. Se trata de la Gelateria Carabè, así, con el acento grave, como el de los personajes sicilianos del Comisario Montalbano, de Andrea Camilleri. Se encuentra en una de las calles que dan a la Piazza, en Via Ricasoli, y aparte de los helados y granizados espectaculares, es conocida por sus cannoli siciliani, probablemente los más ricos a este lado del Estrecho de Mesina.
La catedral por fuera es de las más bellas que hemos visto nunca, y, sin embargo, que los entendidos en arte nos perdonen, por dentro nos resultó un tanto decepcionante.
Tras una enorme cola que rodea media catedral (que tiene la ventaja de que te permite apreciar con calma y detenimiento todos los espectaculares grabados, colores y esculturas de los laterales y la fachada), al entrar sentimos las naves medio vacías, con apenas algunos cuadros de nobles medievales colgados de las paredes, como si estuvieran en obras o de mudanza. Supongo que es un efecto que se tiene si las comparamos con sus "hermanas rivales" de Siena y de Pisa, adornadas desde el suelo hasta el techo sin dejar ni un rincón sin cubrir. Al menos los frescos de la cúpula sí que merecieron la pena, y mucho.
También pudimos visitar la cripta, donde se encuentran los restos arqueológicos de la primera basílica cristiana de Santa Reparata, emplazada donde posteriormente erigieron la catedral de Santa María del Fiore.
Para subir a la cúpula de Brunelleschi había tanta demanda que no quedaban entradas dentro de las fechas en las que estábamos en Florencia. Solo lo conseguimos gracias a un favor que nos hizo el vendedor de la taquilla, que se apiadó de nosotros y nos pudo colar para el último día de nuestra estancia.
Lo más satisfactorio de la subida a esta maravillosa cúpula (otros casi 500 escalones p'al cuerpo) es que puedes pasear por el interior de la cúpula y así admirar de cerca los frescos del Paraíso y del Infierno.
La subida termina accediendo al lucernario por una empinadísima escalera ubicada en el interior, entre los frescos y el techo. Una vez arriba del todo, contemplamos las impresionantes vistas de la ciudad, con la preciosidad del Campanile di Giotto al lado.
El Campanile di Giotto, típico campanario italiano de la época, separado de la catedral al igual que los de Pisa y Siena, se caracteriza por su decoración exterior, en diferentes niveles, con esculturas y mármoles de diferentes colores (verde, rojo y blanco) con formas geométricas, ventanas decoradas con columnas salomónicas, etc.
Para subir a él, al igual que con la cúpula, nos esperaban muchas escaleras y ningún ascensor (otros 400 escalones). Nada más empezar a subir se desmayó una señora delante de nosotros y tuve que bajar a avisar del percance, con lo cual, en mi caso, 100 escalones más de propina. Afortunadamente, la señora terminó recuperándose. Es que entre el calor y el poco espacio de la escalera, había momentos agobiantes (las vistas de Florencia, al igual que la fama, cuestan).
Menos mal que la subida está dividida en tramos y hay momentos en los que puedes parar, sentarte, respirar, tomarte un sorbo de agua y las pulsaciones, y contemplar desde arriba los tejados rojizos de la ciudad. En uno de estos descansos estuvimos justo bajo las campanas, que empezaron a tocar sin previo aviso, lo cual, tras el susto inicial, fue un regalo para los sentidos.
Desde arriba del campanario se divisa el Palazzo y el Ponte Vecchio, el Palazzo Pitti, y enfrente, pegadita a nosotros, la cúpula de Brunelleschi, también abarrotada en el lucernario de turistas asfixiados por el calor y la subida (te entran ganas de saludarles y empezar un "¡Hola Fondo Norte, hola Fondo Sur!").
Ese día hizo un calor infernal. Pero lo que vimos no fueron las puertas del infierno sino las del Paraíso, de Ghiberti, que originalmente se encontraban en el baptisterio pero que las han trasladado a un museo junto con otras esculturas y obras de arte para su conservación, siendo reemplazadas por réplicas.
El Baptisterio de San Juan, para seguir la tradición de nuestro viaje, se encontraba con reformas del tejado en su interior. Aun así, lo que se podía ver, impresionaba, con todos los mosaicos con teselas doradas formando imágenes cristianas de estilo románico y gótico.
Cuando salimos de todos estos monumentos de la Piazza del Duomo, nos encontramos una exposición de motos y coches antiguos de los Carabinieri, muy curiosona, donde pudimos hablar con un guardia civil español muy majo, que nos contó cómo se pasa el verano visitando esta ciudad por las tardes mientras que por las mañanas atiende en colaboración con los Carabinieri a los españoles a los que los carteristas les han birlado las pertenencias de las mochilas sin darse ni cuenta.
Nuestro paseo (vigilando bien la mochila) continuó por la Plaza de la República, donde tocamos la columna de la Abundancia, y agradecimos a la Diosa de la Fortuna todo lo que hasta la fecha ha hecho por nosotros.
Como somos muy tocones, caminamos hasta el Mercado Nuevo, o del Porcellino, así conocido por tener a su entrada la escultura de un jabalí enorme que, según cuenta la leyenda, si le frotas el morro tendrás la suerte de volver a Florencia.
Una callejuela te conduce desde el Porcellino hasta la Piazza de la Signoria, la otra plaza central de la ciudad tras la del Duomo.
Si en la plaza de la catedral se concentraba el poder religioso, en la de la Signoria se encontraba el poder civil y la vida social de la ciudad, que residía en el Palazzo Vecchio, con una torre de altura similar a la del lucernario de la cúpula de Brunelleschi, aunque un poco menor, lo cual no es casualidad. Cuanto más alta era tu torre, más poderoso eras (y mejores piernas hacías). Lo que pasa es que superar la torre de Dios eran palabras mayores, aunque ganas no debieron de faltarles a los Medici, en vista de la magnitud de las esculturas y pinturas que este palacio guarda. Hay un fresco central en el techo de la Sala de los Quinientos con Cosme I de Medici siendo bendecido y santificado por los ángeles. Alguien que se encarga un retrato así es para hacerle un estudio psicológico profundo.
El Palazzo Vecchio fue la residencia de esta poderosa familia toscana, y está repleto de esculturas, frescos y cuadros pintados por los artistas más importantes del Renacimiento.
En un momento dado, al otro lado del río Arno, el banquero Pitti inició la construcción de su propio palazzo, con el atrevimiento de querer hacerlo más grande que el de los Medici. Esta soberbia le costaría cara a la familia Pitti años más tarde, cuando los herederos, sin capacidad de mantener semejante vivienda, tuvieron que venderla.
Los Medici se cobraron la venganza de tal osadía comprando este palacio, y sin tener que vender el antiguo, que es lo que los pobres mortales contemporáneos de hoy pensaríamos.
El anterior Palacio Ducal pasó entonces a ser conocido como el Palacio Viejo cuando se mudaron al Palazzo Pitti.
Ambos palacios se unieron a través del corredor vasariano (así llamado por su creador, Vasari, artista y arquitecto al servicio de los Médici), un pasaje elevado y cerrado, adornado con infinidad de obras de arte valiosísimas, que pasaba sobre la Galería Uffizi y el Ponte Vecchio, para evitar tener que mezclarse con el pueblo y sus malos olores durante sus desplazamientos entre una vivienda y otra.
Hasta que los Medici no se fueron al Palazzo Pitti en Oltrarno, se consideraba de baja categoría vivir en ese otro lado del río Arno. Sin embargo, al igual que los actuales influencers, ya fue cool hacerlo desde que los Medici se trasladaron a esa zona.
La nueva vivienda de la familia ducal de la Toscana, el Palazzo Pitti, es, al igual que el Palazzo Vecchio, un auténtico museo repleto de arte que ya no saben ni dónde colocar los cuadros y esculturas que desbordan esta impresionante construcción de fachada kilométrica, con patios gigantescos entre sus habitaciones y con los jardines de Boboli de similar tamaño al del propio palazzo en su parte trasera.
Este Palacio es tan impresionante que el propio Napoleón, que sabía apreciar lo bueno, lo utilizó como residencia durante sus campañas militares.
El corredor vasariano que unió ambos palazzos recorre por encima dos de los puntos más importantes de la ciudad: la Galería Uffizi y el Ponte Vecchio.
La Galleria delli Uffizi está anexa al Palazzo Vecchio, y guarda una inmensa colección de obras de arte de los siglos XII al XVIII perteneciente a la familia Medici.
Es arte religioso en su mayoría, de estilo románico, gótico y renacentista, tanto pinturas como esculturas. La mayor parte son originales, si bien hay alguna que otra copia de obras que se han quedado en los Museos Vaticanos de Roma.
La exposición de obras de esta Galería es extenuante, pero permite contemplar obras de maestros renacentistas como Perugino, Bronzino, Rafael, Leonardo o Miguel Ángel.
El Ponte Vecchio es el único puente medieval que no fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial, y atraviesa el río Arno en su punto más estrecho.
Desde sus inicios ha albergado hasta la actualidad tiendas y comercios que, para hacerlos más grandes, se ampliaron por fuera del puente en voladizos sobre el río sostenidos por maderos.
En un momento dado, a finales del siglo XVI, solo se permitió que el puente fuera ocupado por orfebres y joyeros, para fomentar negocios un poco más limpios, sin tantos malos olores, que son los que a día de hoy siguen ocupando los puestos y voladizos del puente. La razón de que se prohibiera continuar en el puente negocios en los que se trabajaba con carnes, pieles, huesos de animales, vísceras... se debió a que aquellos comerciantes utilizaban el río como alcantarillado, y todo lo que sobraba lo tiraban directamente al río desde las ventanas de sus tiendas, lo que suponemos que no les haría mucha gracia a los habitantes de Pisa, ciudad en continua lucha con Florencia, que reciben todo lo que viene del río Arno arriba.
Pisa, cuna de Galileo Galilei, es la otra gran ciudad de la Toscana, con el permiso de Siena, que nos lanzamos a visitar metiendo a Pepita la perrita en una bolsa-mochila especial que tiene.
A tan solo una hora de tren desde Florencia, salimos muy temprano para aprovechar el frescor de la mañana e intentar, además, quitarnos así un poco de gente, pues son hordas de turistas las que visitan a diario esta preciosa ciudad casi costera, donde desemboca ese mismo río que pasa por Florencia, el Arno.
Precisamente a orillas de este río, antes de cruzarlo para llegar hasta el centro histórico de Pisa, se encuentra la pequeña pero muy bonita y ornamentada Iglesia de Santa María della Spina, que bien merece la pena detenerse a contemplarla.
Desde esta Iglesia, cruzando el río, se llega directamente a la Piazza dei Miracoli, donde se encuentran concentrados los monumentos más imponentes de Pisa, comenzando por el que es mundialmente conocida esta ciudad, la "chapuza" más rentable de la historia, el famoso campanario inclinado.
La Torre inclinada de Pisa es un ejemplo extraordinario de saber sacar provecho de lo que en un principio resultó un fracaso. Me imagino al arquitecto medieval del momento tragando saliva al ver cómo su construcción se inclinaba por la poca consistencia del suelo, pensando en cómo decírselo al noble de turno que se había gastado los cuartos para hacer realidad un campanario acorde al prestigio de la ciudad.
Al igual que en sus ciudades rivales toscanas, se encuentran juntas las tres construcciones de la catedral, el campanario y el baptisterio. Además, en el caso de Pisa, cuentan también con un enorme camposanto alrededor de un precioso claustro gótico donde se entierra a las personalidades más importantes de la ciudad, tanto de la época medieval como contemporánea (nobles, eclesiásticos de elevado rango, etc).
La catedral de Pisa es sencillamente maravillosa. Te puedes pasar las horas mirando con detenimiento todos los detalles de sus esculturas y grabados, tanto por el exterior como en el interior.
Muchas de las principales obras de arte de la catedral se encuentran a buen recaudo en el Museo de la Catedral, en la misma Piazza, pensado para albergar estos originales y evitar su deterioro, siendo estos sustituidos por réplicas exactas: puertas de la catedral, atriles, crucifijos, vajilla litúrgica, etc.
El valor de las piezas de este museo es incalculable, y algunas de ellas cuentan con más de 1.000 años de antigüedad.
Son tan valiosas que cuentan con un sofisticado sistema de seguridad que David activó al querer salir por la puerta que no era, provocando un pitido ensordecedor que dejó petrificados a todos los allí presentes hasta que vino corriendo un encargado para desactivar la alarma antes de que se personara allí medio cuerpo de los Carabinieri (se veía en la cara del encargado que no era la primera vez que alguien se equivocaba de puerta).
Merece la pena entrar en este museo no solo por las obras que alberga sino porque posee la mejor de las vistas de la torre inclinada.
Pisa no es solo su plaza de la catedral, sino que tiene mucho más. Recorrer su pequeño centro histórico es retrotraerse a la Edad Media y encontrar rincones tan admirables como la inmensa y recargada Piazza dei Cavalieri, donde nos volvimos a encontrar con una escultura de Cosme I de Medici, que debió de ser un dios en la Tierra en aquel tiempo, pues está en todas partes representado en gigantescas estatuas ecuestres.
Y para terminar de disfrutar Pisa callejeamos por sus principales vías, como Borgo Stretto o la Plaza de Garibaldi, no ya en busca de cuadros renacentistas, sino de frescos y contemporáneos helados y granizados.
Como vimos que Pepita se portó como una campeona en su bolsa-mochila, nos animamos a conocer la tercera gran ciudad de esta región, Siena.
Nos plantamos en tan solo una hora de tren desde Florencia en esta ciudad de Siena, la cual estuvo, con el apoyo de Pisa, a tortas con Florencia gran parte del medievo, en una rivalidad de la cual aún hoy día quedan rescoldos, según nos ha contado nuestro cajero del supermercado de Florencia.
Siguiendo la misma pauta, Siena construyó también su propia catedral imponente, con el campanile y el baptisterio aparte.
Tuvimos la enorme fortuna de ver descubierto el suelo de mármol de la catedral, que durante gran parte del año permanece oculto bajo una cubierta protectora.
Cuando parecía que nada podía superar la belleza de una catedral, viene otra y sube la apuesta. Contemplar las catedrales de estas tres ciudades toscanas, que yo creo que andaban picadas a ver quién hacía los edificios religiosos más imponentes, ha sido de lo más bello del viaje, y nos ha expuesto sin remedio al síndrome de Stendhal.
Si Pisa supo rentabilizar el fiasco de un campanario inclinado, Siena ha sabido sacarle provecho a un intento fracasado de realizar una catedral nueva y más grande aún que la que ya tenían, que no pudo finalmente realizarse debido a las epidemias de peste que detuvieron las obras y que acabaron con los fondos presupuestarios, y que nunca volvieron a retomarse (se ve que lo de dejar obras públicas a medio hacer por falta de fondos es algo que ya viene de lejos).
Esta fachada inacabada de aquel proyecto de catedral se ha convertido en el Facciatone, un exclusivo mirador desde cuya cima se obtienen unas vistas incomparables de la ciudad. Por un lado se puede ver desde lo alto la catedral, y por la otra cara se observa, aparte de la extensión del llano campo toscano, la famosa Piazza del Campo.
Piazza del Campo es una enorme plaza central, centro social y político de la ciudad medieval, con una característica y especial forma de concha, tanto por su contorno como porque se encuentra hundida en su centro.
Esta plaza, además de albergar el Palacio Público, imponente con su enorme torre, es donde desde tiempos inmemoriales tiene lugar anualmente el Palio de Siena, una competición de carreras de caballos entre los diferentes barrios de Siena, cada uno con sus colores, banderas y estandartes.
Hemos visto vídeos de la carrera y es bastante brutal y medieval, un poco estilo Ben-Hur. Hombres muy viriles montados a pelo en el caballo, sin silla ni chorradas modernas, apelotonados de cualquier manera tras una cuerda que al bajarse indica el inicio de la carrera, dando vueltas a esta plaza enorme sin carriles, ni reglas, ni nada. Un sálvese quien pueda donde solo cuenta llegar el primero, caiga quien caiga. Más te vale ser un jinete fuerte, habilidoso y atrevido, porque te juegas el tipo de verdad.
En esta ocasión, en lugar de esta apasionada tradición, nos encontramos un gigantesco escenario montado a los pies del Palazzo Pubblico con una música muy guay y cool a cuyo ritmo bailábamos turistas y locales disfrutando del atardecer y de la caída paulatina de la temperatura.
También, al igual que Pisa y Florencia, Siena es para perderse por sus calles medievales, sus plazas con imponentes palazzos y por los estrechos callejones llenos de encanto.
Una vez comprobado que Pepita era una perrita viajera, a la que ni los kilómetros ni el calor le hacían mella, hicimos la machada/locura de ir y volver a Roma en el mismo día.
Sinceramente, si hubiera sido por María y por mí, no lo hubiéramos hecho. Nosotros ya conocíamos Roma de un viaje anterior y no nos atraía en absoluto la idea de realizar este viaje exprés para ver en unas horas una ciudad para la que se necesita toda una vida para visitarla.
Pero somos muy débiles y a los niños les hacía ilusión. No solo es que seamos sensibles a las plegarias de nuestros vástagos sino que lo somos también a las buenas ofertas, y descubrimos que por 90 € podíamos viajar a Roma los cuatro ida y vuelta en tren. Por semejante precio, dices que sí a lo que sea y no lo piensas más.
Eso sí, semejante ganga tenía dos grandes contrapartidas: por un lado, un madrugón de esos en los que se mezclan en las calles los muy madrugadores con los trasnochadores, donde solo se distingue a quien empieza el día de quien termina la noche por la ropa y por las eses que va haciendo en su caminar; la segunda pega era que se trataba de uno de esos trenes que paran en todas y cada una de las estaciones que se han construido en Italia desde los tiempos de Garibaldi.
Machacados por el madrugón y el largo viaje, llegamos a la ciudad eterna a primera hora de la mañana, con Pepita durmiendo tranquilamente en su bolsa-mochila que cargábamos a nuestras espaldas.
Decidimos, dado el poco tiempo del que disponíamos, montarnos en uno de esos autobuses rojos "hop-on/hop-off" que van por los principales puntos de la ciudad por diversos circuitos y vas subiendo y bajando en las diferentes paradas a lo largo del recorrido según te conviene.
De esta manera, rápidamente nos hicimos una idea de los principales monumentos y emplazamientos de la ciudad y, aunque es muy cómodo ir sentadito en el autobús mientras te enseñan y te explican todo, tuvimos que tomar la decisión de levantarnos del asiento y bajar a patear Roma por aquellos sitios a los que el autobús no accedía, a pesar del calorazo que hacía (decidimos hacer la excursión ese día porque "solo" iba a llegar hasta los 36 ºC, y no a los 39º, como el resto de días de la semana).
Anduvimos hasta la impresionante escalinata de Piazza Spagna, así llamada por encontrarse allí el Palacio de España, la embajada española ante la Santa Sede.
Desde allí continuamos bajando hasta la Fontana de Trevi. El monumento de Bernini fue de lo que más gustó de Roma a los niños. Incluso a María y a mí, a pesar de haberla visto ya anteriormente, nos volvió a impresionar, no solo por su grandiosidad, sino por su emplazamiento, en esa plaza de Trevi que te encuentras así de sopetón al salir de unas callejuelas estrechas. Hay que admitir que la fuente pierde sin la presencia de Anita Ekberg invitando a Marcelo Mastroianni a que se le una para darse un chapuzón. Con el calor que hacía, nos dieron muchas ganas de imitar a la actriz sueca.
Lamentablemente, no pudimos ver el magnífico interior de la cúpula del Panteón de Agripa porque ese día no funcionaba la compra on-line y la cola para la taquilla era demencial. En consecuencia, tiramos por una opción menos cultural pero refrescante y más en nuestra línea: la heladería de la Palma, que se enorgullece de ofrecer en sus congeladores más de 150 sabores (los niños, que se entretienen con este tipo de cosas, contaron solo 133).
Aunque daban ganas de quedarse en el local con el aire acondicionado esperando el tren de vuelta, vimos que sería muy tonto venir a Roma solo para ver helados expuestos, así que, armados de valor y de abanicos seguimos nuestro periplo por esta caldera al aire libre (no nos íbamos a venir abajo ahora, después de haber pasado por las temperaturas de los templos de Siam Reap).
Nos dirigimos a la Plaza del Vaticano, paseando por la orilla del Tíber y cruzándolo por el Puente de Sant'Angelo (también en obras, como la mitad de los monumentos de nuestro viaje).
Al poner el pie en la Plaza de San Pedro pudimos añadir Ciudad del Vaticano a nuestra lista de países visitados. Nos hicimos las fotos de rigor, intentando disimular no estar soportando un sol de justicia, y nos refugiamos antes de que nos derritiéramos en un restaurante del que habíamos leído buenas opiniones en lo que a su preparación de la pasta se refiere, céntrico y sin ser una trampa para los turistas, lo que es mucho decir para una ciudad como Roma que desvalija sin piedad a los pobres que se aventuran así como así en el primer restaurante del centro que encuentran.
Terminamos nuestra visita exprés a Roma cumpliendo el deseo de los niños de ver tranquilamente y más de cerca el Coliseo, por donde habíamos pasado antes demasiado rápido con el autobús.
El Coliseo, al igual que la Fontana de Trevi, da igual cuántas veces los hayas visto antes, que seguirá siempre impresionando y dejando sin palabras.
Reventados e insolados, tomamos por la tarde el tren de vuelta, que no solo paraba en todas y cada una de las estaciones del trayecto hasta Florencia sino que, encima, sufrió bastante retraso.
Fue un día de estos larguísimos y muy aprovechados, en los que tras casi 24 horas despierto sin parar de hacer cosas te acuestas y te preguntas ¿realmente ha sido esta mañana cuando hemos estado en Roma?
En nuestro último día en Florencia conseguimos in extremis un pase para la Galería de la Academia, donde se encuentra el David de Miguel Ángel, con su impresionante tamaño y expresividad.
Además, por si no fuera ya de por sí impactante esta escultura, se encuentra colocada sobre un elevado pedestal que puede llegar a situar la cabeza del David a unos 8 metros de altura.
Colocado en un lugar preeminente del Museo, todos los demás cuadros y esculturas que allí se encuentran parecen hasta mirarle con rencor, ensombrecidos por su grandiosidad, en plan "mira al niño bonito del Curador".
A una distancia prudencial, para evitar comparaciones odiosas, contemplamos semejante portento de arte y salimos raudos con las maletas hacia la estación para coger el tren que había de llevarnos a Bolonia, al que llegábamos con el tiempo justo... O al menos eso creíamos... (¡¡¡¡chán chán!!! - música de misterio en plan "¡continuará!" de capítulo de Falcon Crest)
Ha sido una crónica extensísima y con muchísimas fotos,. La verdad es que estas ciudades de Italia son en sí mismas, una enciclopedia de arte. Han sido unos días muy intensos y muy bien aprovechados. Seguro que los habéis disfrutado, especial a los mosquitos de la casa de Florencia, ja ja ja