Un truquito para ahorrar costes del viaje es aprovechar los desplazamientos largos para convertir el vuelo nocturno en una noche de hotel. Pero es un truco que tiene un precio que pagar: que llega tu cuerpo pero no tu espíritu.
Tras seis horas de vuelo nocturno desde San Francisco, donde dormir en la clase económica no es lo más confortable del mundo, aterrizamos en Nueva York a las 7 de la mañana (para nuestro reloj biológico, 4 de la mañana, hora de California).
Así, mitad humanos, mitad escombros, decidimos visitar la ciudad que, al igual que nosotros, nunca duerme, pasando antes por una farmacia a gastarnos en aspirinas lo que de hotel nos habíamos ahorrado.
Lo primero que constatamos es que sigue siendo innecesario saber inglés para andar por NY. En el barrio en el que nos alojamos, habitado por cubanos y dominicanos, era más útil hablar español que la lengua de Shakespeare. Se trataba de un tranquilo barrio en la otra orilla del río Hudson, en New Jersey, que te permitía tener unas vistas impresionantes del West Side de Manhattan, precioso con sus modernos y bien iluminados rascacielos.
El primer día fuimos al Museo de Ciencias Naturales, para hacer honor a "Noche en el Museo", que tantos viernes de cine familiar nos ha hecho reír en casa, no sin antes acercarnos al famoso Gray's Papaya, donde supuestamente sirven los mejores hot dogs de NY (y digo "supuestamente" porque nos pareció que es más la fama que otra cosa).
La visita al Museo no decepcionó, y pudimos ver la clásica ballena gigante y la reproducción de uno de los rapanui de la Isla de Pascua que tanta gracia nos hace al verlo dialogar con Ben Stiller en la película, así como el enorme esqueleto de tiranosaurio juguetón de la entrada.
No nos terminamos de sentir en Nueva York hasta que llegamos a Times Square y contemplamos esta bulliciosa plaza llena de luces y sonido, con sus desproporcionados anuncios en gigantescas pantallas que hacen imposible que no se te sobrecalienten los circuitos con tanto estímulo. Se calcula que pasan por esta intersección de Broadway con la Séptima Avenida unas 2.000 personas cada 15 minutos. No en vano la denominan "Cruce del Mundo" y está llena de gente de todas partes. Cerca se encuentran todos los grandes teatros de Broadway, con famosos musicales, algunos de los cuales llevan décadas representándose sin interrupción, como "El Fantasma de la Ópera" o "El Rey León".
Recuperados de la falta de sueño, nos dirigimos al día siguiente al sur de Manhattan para tomar el ferry que te lleva hasta Staten Island y que pasa por delante de la estatua de la Libertad.
Sin embargo, empezamos a encontrarnos por el camino con demasiada gente con la camiseta de los New York Knickerbockers (los Knicks, para los amigos), pero mucha mucha, y nos dimos cuenta de que nos habíamos plantado delante del Madison Square Garden justo antes de uno de los partidos definitivos de la primera ronda de los play-off. Una casualidad así no se deja pasar, y allí que nos metimos dentro del MSG, con un ambientazo como nunca antes hemos visto en ninguna parte, dispuestos a animar a los Knicks como si no hubiese mañana. Espectáculos de música, tiendas con todo tipo de material de los Knicks, ochenta arcos de seguridad con hombres-armario trajeados gafas de sol al rostro y gesto duro, que parece que entras en la Casa Blanca más que en un polideportivo...
Ya estábamos comprando esa mano gigante con el dedo apuntando para arriba tan característica de las gradas de los partidos de la NBA y pintándonos la cara color azulnaranja Knicks cuando nos dicen que las entradas están agotadas. Chasco máximo.
De todas formas, tampoco hubiéramos podido comprarlas. Cuando esa noche regresamos al apartamento, quisimos comprar entradas para el siguiente partido y vimos que la más barata, en el gallinero, eran 600 dólares cada una (más lo que te gastes en los prismáticos), así que va a a ser que gastar 2.400 $ por un partido de baloncesto lo dejaremos para otra vida.
Visto lo visto, volvimos al plan A: rumbo a Staten Island para ver desde el ferry esta estatua símbolo de esperanza para todos los inmigrantes que a finales del siglo XIX y principios del XX llegaron a esta ciudad dispuestos a comenzar una renovada vida.
Y si algo necesita una renovación son los apartamentos Airbnb en los que estuvimos tras la inundación que tuvimos la segunda noche. A eso de la 01:00 h de la noche comienzo a oír voces en el pasillo, y también me despierta el ruido de una ducha. Yo pienso que son vecinos que han llegado tarde, que mientras uno se da una ducha que se oye demasiado a través de las paredes, otros, desconsiderados, se ponen a hablar a voces en el rellano. Diez minutos después deduzco que algo no va bien, así que legañoso, en pijama, abro la puerta a ver qué pasa y me encuentro que en los dos apartamentos de enfrente se les está cayendo el techo de escayola a cachos por las bolsas de agua que se están formando, y que todo el piso es un océano al que solo le faltan peces y barcos para tener el cuadro completo. Se ve el agua avanzando hacia nuestro piso tanto desde el suelo como por el techo, que se va mojando gradualmente y cayendo a pedazos.
El dueño, por teléfono, no parece tan preocupado como la situación exigiría. La fuga de agua sigue sonando con fuerza y ahí nadie sabe como cortarla. El propietario nos comunica que se pondrá en contacto con alguien para que vaya a echar un vistazo, pero suena a "ya si eso cuando sea de día llamo a un fontanero a ver qué me cuenta", en lugar del "ahora mismo aviso a los bomberos para que corten el agua de la ciudad si fuera preciso, antes de que os ahoguéis o se os caiga un trozo de techo encima". Con esta situación, los vecinos de enfrente, que ya están inundados del todo, se las piran vete a saber tú dónde, y María y yo, viendo avanzar el agua, nos ponemos frenéticamente a hacer las maletas y a prepararnos para huir como ratas a las que se les hunde el barco. Observamos también que en el altillo de un armario hay unas toallas con la indicación de "usen estas toallas y no las del baño en caso de inundación". Una casa que tiene algo así no es la primera vez que sufre una inundación, sino que es algo habitual.
En fin, tuvimos suerte. En poco tiempo tenemos todo en las maletas y a los niños groguis pero vestidos y hemos conseguido de chiripa un buen hotel en Manhattan que nos deja entrar a estas horas. A las 4 de la mañana cogemos un taxi mientras (no es exageración) cruzamos el descansillo empapado cayendo cachos de escayola del techo, cual película de Indiana Jones escapando de algún templo en el último segundo antes de que se desmorone del todo. Desde la calle incluso vemos la causa del problema. Del primer piso (el nuestro era el Bajo), sale por la ventana una verdadera catarata. No sabemos lo que ha ocurrido, pero no nos quedamos allí para averiguarlo.
Tras dormir unas pocas horas, decidimos valerosamente levantarnos temprano para no desaprovechar nuestro último día en Manhattan antes de mudarnos a una localidad vecina, río Hudson arriba, Tarrytown, donde nos esperan Cinnabon y Pumpernickle, dos perrazos que cuidar.
Qué mejor manera de despedirse de Manhattan que ver las vistas de los puentes de Brooklyn y Manhattan desde el barrio de Dumbo, al otro lado del East River, ya en la parte de Brooklyn; y subir a lo alto del Rockefeller Centre, a la azotea, desde dominas toda la isla 360º.
No solo se disfruta en las alturas del Rockefeller Center, sino también justo en la base del edificio, donde se encuentra la mayor juguetería de Nueva York, la FAO Schwarz, presente en la ciudad desde 1870 (hasta 2015 estuvo en la Quinta Avenida). Es en esta juguetería donde Tom Hanks toca con los pies un piano gigante junto con su jefe en la mítica escena de Big.
Esta juguetería ha sido de las tiendas que más hemos disfrutado de NY, y eso es mucho decir en el paraíso de las compras. Aquí se encuentran juguetes propios y originales y, además (aquí está el puntazo de la tienda) hay multitud de vendedores promocionando los productos principales permitiendo a los niños jugar con ellos, lo cual es una delicia para ellos y para los adultos también, que a ver quién se resiste a manejar por control remoto un espectacular dron (aunque se quedara esa niña pequeña llorando, yo lo vi primero... ¡es broma, por favor!).
En Tarrytown, a orillas del río Hudson, a tan solo 45 minutos en tren de Grand Central Station, pudimos disfrutar de Nueva York desde una perspectiva diferente. Realmente es poca la gente que vive en el mismísimo Manhattan. La mayoría acude a trabajar desde los otros distritos de la ciudad o desde poblaciones vecinas como la de Tarrytown, bien conectadas por ferrocarril y con un entorno totalmente distinto al de la gran ciudad (curiosidad: Tarrytown es población vecina a Sleepy Hollow, una localidad famosa por la leyenda del jinete sin cabeza que sale todas las noches a buscarla, que llevó al cine Tim Burton).
Estas poblaciones al norte de la ciudad de Nueva York, siguiendo el curso del río Hudson, son de película americana pero de las que no te crees si no lo ves. Se trata de localidades donde parece estar todo puesto con escuadra y cartabón. Casas grandes y bonitas de madera, con sus jardines floridos, su garaje en un anexo, su bandera... Todo muy American Way. Y con unos bosques alrededor llenos de senderos estupendos para pasear, con sus lagos, árboles frondosos, animalillos... Llegamos incluso a ver un ciervo en uno de los paseos con los perros.
En Tarrytown hemos apreciado la vida neoyorquina fuera de la ciudad: bagels para desayunar, nuestros hijos jugando al beisbol con un niño que llegaba del cole en el clásico autobús amarillo, fans de los New York Yankees esperando el tren que los lleva al estadio, barbacoas domingueras, etc.
Asimismo, hemos podido conocer alguno de esos inmensos bosques que la rodean, como el Rockwood Hall, un inmenso terreno propiedad de la familia Rockefeller (dicen que todavía se puede ver a alguno de sus miembros paseando a caballo por aquí... será el jinete de Sleepy Hollow).
Este sitio es tan tranquilo, idílico y apacible que nos ha parecido mentira estar a tan solo 40 kilómetros del alocado y bullicioso Times Square.
Eso es algo que ganamos frente a la ciudad, donde si quieres disfrutar un mínimo de naturaleza pocas opciones tienes aparte de darte un paseo por Central Park, que por supuesto, realizamos.
Central Park no solo tiene naturaleza, sino también unos recorridos interesantísimos en los que puedes encontrar los característicos puentes que cruzan sus lagos que tanto salen en las películas de Woody Allen; conocidos monumentos conmemorativos como los de las sufragistas, el de Hans Christian Andersen o el de Alicia en el País de las Maravillas; o el famoso mosaico de "Imagine" en honor de John Lennon, en la parte del parque cercana a su casa de Nueva York, el edificio Dakota, a cuyas puertas fue horriblemente asesinado. Es mucha la gente que acude a este lugar conmemorativo a mostrar sus respetos al músico, ofreciendo flores, o tocando alguna canción suya.
Ahora toca volver a moverse. "La vida es lo que te ocurre mientras estás ocupado haciendo maletas" hubiera escrito Lennon, de haber estado en nuestro lugar.
Ay por favor, que pedazo de relato.
Me encanta todo, hasta los avatares.
Deseando que volváis y nos hagáis la narración oral.
Os admiro.
Susana