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Londres

Volvemos a tocar suelo europeo tras varios meses trotando por el mundo. Es curioso lo relativo que es todo. Antes del viaje, nuestras impresión era que Londres se encontraba en algún lugar muy, muy lejano. Ahora, tras haber visto pingüinos en Dunedin y plantaciones de té en Malasia, Londres parece un barrio periférico de Madrid desde el que ir y volver todos los días al trabajo.


Llegamos destrozados tras otro vuelo nocturno, que nos ahorra el hotel, pero nos desgasta la vida. Montreal-Heathrow: seis horas. Heathrow-Wood Street: tres. Llegar a la nueva casa desde el aeropuerto nos supuso la mitad del tiempo del vuelo.


Nuestro nuevo hogar está bien situado a 30 minutos del centro de la ciudad (que no del aeropuerto). Es una casa de 1930, lo cual me parece fascinante, pues te das cuenta de que habitas unas vivienda cuyos primeros moradores al comprarla aún no habían ni oído hablar de Winston Churchill, y en los periódicos de ese momento estarían leyendo la celebración del 4º cumpleaños de la futura Isabel II de Inglaterra.


Los dueños ya se habían marchado de viaje, facilitándonos la llave con la práctica habitual de dejarla dentro de una caja con combinación, cual escape room. En el interior solo nos esperaba Chubbs, una gata gruñona, yo creo que más vieja aún que la casa, que no estaba dispuesta a compartir su territorio con unos hispanos recién llegados. Seguro que la muy cascarrabias votó a favor del Brexit.



Tras demostrarle a Chubbs que por mucho que bufara no íbamos a irnos a ninguna parte, decidió parapetarse en el hueco del asiento de un sillón del cuarto de los dueños y prácticamente ya no volvimos a saber nada de ella en todo el tiempo de nuestra estancia, salvo cuando asomábamos la cabeza para saber si seguía respirando, a lo que con un bufido nos confirmaba que así era. Como por las mañanas el cuenco de comida aparecía vacío y su arenero lleno, no le dimos más importancia y decidimos dividirnos la casa como un matrimonio con sus diferencias: el cuarto principal para ella; el salón para nosotros.


Gatas malhumoradas aparte, nos hacía mucha ilusión regresar a Londres. Tanto María como yo conocemos esta ciudad tras haber vivido en ella largas temporadas. No fuimos conscientes de que había pasado tanto tiempo de aquella época hasta que no nos paramos a pensar en ello. De verdad que no sabemos en qué momento nos hemos metido en el Delorean de Marty McFly, pues un día te encuentras pidiendo trabajo en el Pizza Hut en verano para aprender inglés, pestañeas, y te encuentras de regreso a esta ciudad 20 años después casado y con un niño colgado en cada brazo.


Hemos de decir que hemos encontrado Londres mejor que nunca, y la hemos disfrutado mucho. Marcos incluso ya está pensando en cómo va a ser su casa en Londres cuando sea mayor.




El "problema" de Londres es que mola todo, y que te puedes pasar dos años visitando sitios y lugares y aún te quedarían cosas por ver. Había que elegir, así que tiramos hacia los "clásicos".


Para empezar, el magnífico Big Ben y el majestuoso Parlamento británico, que creo que nunca nos vamos a cansar de ver una y otra vez. Nos fascina. Además, la torre de este famoso reloj ha sido recientemente restaurada, por lo que actualmente brilla en todo su esplendor.


Nos sorprendieron la cantidad de grupos de trileros que hay en esta zona entre los turistas. Agarrándonos bien la cartera, cruzamos el puente de Westminster, que lo van a rebautizar como el Puente de los Trileros, para poder contemplar desde la otra orilla del Támesis, a los pies del London Eye, el precioso Palacio de Westminster.





Teníamos pensado una ruta que recorriera el río hasta la Tate Modern, pero tuvimos que dejarlo para mejor ocasión porque Londres había decidido darnos la bienvenida con el más puro british weather, así que, para resguardarnos de la lluvia, tomamos la decisión de adelantar una de las citas ineludibles si viajas con niños a esta ciudad: la juguetería Hamleys.



Hamleys es probablemente una de las jugueterías más grandes del mundo, si no la que más. Localizada en pleno centro de Londres, en la comercial Regent Street, tiene a su entrada el orgullo de exhibir un marcador con el número de años que lleva abierta, y tiene la friolera cifra de ¡264 años! Fue en 1760 cuando el Sr. Hamley decidió abrir este negocio que milagrosamente ha conseguido mantenerse a flote hasta nuestros días.


Desde las coreografías que realizan a pie de calle en la puerta de la tienda, hasta su sexta planta, Hamleys está llena de vida y diversión. Decenas de trabajadores se encargan de animar a los clientes mostrándoles y dejándoles los juguetes más novedosos y curiosos: una estrella ninja boomerang que siempre vuelve a tus manos tras lanzarla, una acrobática moto teledirigida, estuches de mago, Lego... Hamleys es un paraíso para niños y adultos. Si el juguete que buscas no está aquí, es que no existe. Y lo mejor es que está permitido tocar y probar de todo.


Tras sacar a nuestros hijos tirándoles de las orejas de la zona de Lego, llegamos hasta una construcción real que parece estar precisamente hecha de estas minúsculas piezas, el emblemático Tower Bridge, ese característico puente de Londres que parece salido de un cuento medieval, con esas torres tan particulares que sostienen a sus lados una rampa levadiza que se abre cada vez que cruza el río algún barco cuya altitud se salga de los parámetros normales. Coincidió nuestra visita con el cruce de uno de estos barcos y pudimos ver el momento en el que suenan las bocinas, se para el tráfico que cruza el puente, salen corriendo los últimos turistas despistados que hacen fotos desde la pasarela, y esta se eleva poco a poco para permitir el paso del buque en cuestión.






Al lado de Tower Bridge, se alza la Torre de Londres, tan majestuosa como terrorífica a partes iguales, pues ha desempeñado un papel tanto de residencia de la realeza inglesa desde los primeros normandos que la construyeron hace 1.000 años como de abominable cárcel.




Este complejo de edificios, situado tras un foso y muros defensivos, ha sido tan importante en la historia de Inglaterra que se ha creado la leyenda de los cuervos que habitan la Torre, la cual asegura que si algún día estos pájaros la abandonaran, supondría el final del Reino.


Supersticiosos o no, parece que los ingleses han preferido el más vale prevenir que curar, así que, por si acaso, cuidan y mantienen en buenas condiciones a un grupo de cuervos que se pegan la vida padre en la Torre, viviendo mejor que el propio Guillermo el Conquistador. Tienen casa, comida, bebida... Y de paso, crean empleo, pues hay un grupo de personas cuyo cometido es exclusivamente cuidar estas aves y asegurarse que no se vayan por ahí y suponga el apocalipsis final del Reino Unido. Existe incluso la figura del "Ravenmaster" (Maestro de Cuervos), máximo encargado de su custodia. Si se fueran los cuervos no sé si caería el Reino, pero sí seguro su trabajo, así que por la cuenta que le trae, por evitar la cola del paro, el Ravenmaster hace lo que haga falta por el bienestar de estos cuervos.


Se encuentra también dentro de este recinto amurallado el lugar donde Ana Bolena fue arrestada y condenada por traición (tras un juicio sumarísimo de claro resultado fijado de antemano). No sé si motivó más su ejecución el cargo de traición o el otro cargo por el que fue condenada, adulterio, pues no se le pueden poner los cuernos así como así a tu marido si este es Enrique VIII, monarca de la casa Tudor que se casó seis veces y decapitó a dos de sus esposas.



La ironía del destino quiso que Ana Bolena fuese sentenciada en la misma sala donde tan solo tres años antes fue coronada.

Pero Enrique VIII también tenía su corazoncito, y no pudo negarle a su ex su último deseo, el de ser decapitada con espada, que es más noble, en lugar de hacha, por favor, qué vulgar si no.


Enrique VIII, debió decir que todo era poco para su mujer, así que mandó venir de Francia a un diestro espadachín para tan siniestro encargo. Me imagino al emisario de tan magnánimo jefe viajando en aquella época hasta París para llamar a la puerta de tan afamado caballero francés, toc-toc, escucharía el francés, knock-knock, el emisario inglés, hello-bonjour, qué tal le iría venirse conmigo, caballero, a cruzar el Canal de la Mancha, que hay una cosita que ya si eso me gustaría comentarle durante el viaje, vaya usted haciendo la maleta y no se olvide de llevar la espada, por favor. En fin, cosas de nobles de la época.


En la Torre de Londres se encuentran custodiadas las Joyas de la Corona, que pudimos verlas justo antes de que nos echasen a las cinco de la tarde, suponemos que para que los beefeaters pudieran tomarse tranquilamente su té.



Se trata de unas estancias donde se encuentran expuestas multitud de reliquias y objetos simbólicos de la monarquía de valor incalculable: coronas, piedras preciosas, cuberterías, vajillas... Imagino que con vender algún rascador de oro con piedras preciosas incrustadas del siglo XVI podrían pagar la deuda nacional. Pero no es tan sencillo, porque entonces su Majestad no podría alcanzar cómodamente a rascarse los pies cuando le picaran.




Viendo la residencia de la Familia Real británica, el Palacio de Buckingham, no parece que sea gente sobria y discreta dispuesta a prescindir de rascadores de oro. Es tan impresionante el edificio en sí como todos los jardines de los alrededores, divididos por The Mall, la larguísima avenida usada en infinidad de desfiles que desemboca en la magnífica fuente a las puertas del Palacio, dedicada a la Reina Victoria, abuela de la abuela de la madre del actual Rey (qué lío) bajo cuyo reinado este país alcanzó la hegemonía mundial.




Imaginamos que la Reina Victoria tendrá este Memorial para no ser menos que su consorte, el Príncipe Alberto, muy querido tanto por ella como por el pueblo inglés, y que a su temprana muerte su esposa ordenó que le erigieran un impresionante Memorial en lo que ahora son los jardines de Kensington, enfrente del famoso teatro y sala de conciertos Royal Albert Hall. Ambos monumentos manifiestan el deseo de que quedara reflejado el amor del Príncipe Alberto por las artes y las ciencias, precisamente en un entorno rodeado de los museos más notables de la ciudad, como el de Historia Natural.



Y si hablamos de monarquía británica, hablamos también de sus principales centros de culto, símbolos de la nación y de la tradición, la Abadía de Westminster y la Catedral de San Pablo.


Ambas construcciones son una maravilla arquitectónica, cada una a su estilo. La Abadía de Westminster, de casi 800 años, con su estilo gótico inglés, ha sido tradicionalmente el lugar de entierros, bodas y coronaciones de las diferentes Casas Reales que han reinado la isla.





En esta Abadía no solo están enterrados algunos de los monarcas de la historia británica, sino también personajes ilustres de esta nación, al igual que ocurre en la Catedral de San Pablo, la magnífica iglesia anglicana tan importante en la historia de este país como la propia Abadía de Westminster, pues en ella se encuentran enterrados, entre otros, Wellington y Nelson, cuyas victorias militares contra Napoleón terminaron de posicionar a Gran Bretaña como líder indiscutible en el plano mundial. Acogió esta catedral también los funerales de dos de los Primeros Ministros más destacados de su historia contemporánea, Churchill y Thatcher, y celebró una de las muchas bodas del siglo que tanto gustan a los lectores del Hola, la de Carlos de Inglaterra con Diana Spencer.


St. Paul no solo asombra por fuera sino que también fascina su decoración interior. Su elevada altura, las pinturas de los techos y de la cúpula, la cripta con los monumentales sepulcros de ilustres personajes y, especialmente, su coro, a los pies de un tremendo órgano antiquísimo. Coincidimos con un concierto del coro de esos que ponen el vello de punta nada más comenzar a escuchar las primeras notas.





Lo más llamativo de la fachada de St. Paul es su enorme cúpula, que se puede divisar imponente, muy de foto de Instagram, desde el moderno Puente del Milenio, que cruza el río para encontrarse con la antigua central eléctrica de Bankside, reconvertida en uno de los museos más visitados de arte contemporáneo, la Tate Modern, donde aparte de apreciar el arte más vanguardista del momento, pudimos niños y adultos expresar también nuestra faceta artística en una sala en la cual puedes dar rienda suelta a la imaginación y subir a una pantalla electrónica gigante tu magnífica obra.




No solo disfrutamos de la Tate Modern, sino también de otros dos de los museos más afamados de esta ciudad: la National Gallery y el British Museum.


La National Gallery es un recorrido por la pintura europea de los últimos cinco siglos, que permite observar perfectamente tanto la evolución de las técnicas como de los motivos de los cuadros. Desde unas perspectivas toscas prerrenacentistas, pasando por un dominio absoluto como nunca lo ha habido de las técnicas representativas para desembocar en las tendencias pictóricas del puntillismo y el impresionismo, completamente distintas pero igual de emotivas. No solo haces el recorrido por épocas, sino también por países, con salas dedicadas exclusivamente al Siglo de Oro español, a los venecianos, a los holandeses, etc.




Y si la National Gallery te ayuda a recorrer en tan solo una mañana la historia de la pintura, el Bristish Museum está pensado para recorrer de un plumazo la historia de la humanidad desde las primeras grandes civilizaciones. Con tan solo pasear por sus salas, te llevas un baño de Historia con mayúsculas, paseando por los restos arqueológicos traídos de Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma... Nos vino de perlas para repasar estas etapas de la Historia con David, al que le iban precisamente a preguntar en pocos días sobre estos temas en su último examen presencial (que, por cierto, estamos muy orgullosos de lo bien que ambos se han esforzado y sacado este curso, con todas las dificultades nómadas añadidas).




Eso sí, ninguno de estos museos es para verlo con excesivo detenimiento si tan solo dispones de un día, pues te puedes pasar media vida visitándolos.


Como no solo el espíritu necesita alimento, nos metimos en un típico pub inglés enfrente del museo, el Museum Tavern (qué original), que nos encantan, tanto por su decoración de mesas y bancos de madera, con muebles acogedores y chimeneas, como por la comida tan rica y calórica que aquí se prepara. Aquí cayeron los primeros de muchos "pies" de carne y las primeras pintas de cerveza. ¡Vivan los pubs ingleses!



Esta primera semana visitamos Londres con intensidad, sabiendo que nos iba a ser más difícil volver a la ciudad desde el segundo alojamiento que conseguimos a través de nuestra querida plataforma de House Sitting. Esta vez, tras conocer la parte más urbana de Londres, íbamos a conocer la vida en las afueras, en el countryside, en Epping, una población en mitad de la campiña inglesa, a una hora de metro (sí, llega el metro hasta aquí, increíble la red de transporte público de esta gente).


Pero ni siquiera nuestra casa estaba en la propia población de Epping, sino a las afueras de Epping. Como nos dijo la propia dueña cuando nos entrevistó, para preguntarnos si estábamos seguros de querer ir, está "in the middle of nowhere".


Los dueños no pudieron ser más amables con nosotros. Estamos conociendo gente encantadora en este viaje. Nos vinieron a buscar con el coche a Londres para llevarnos a Epping y no tuviéramos que ir hasta allí con nuestros baúles de dama aristocrática del siglo XIX que venimos cargando desde Madrid, porque a Sissi seguro que le llevaban el equipaje, y no se movía en metro y autobús.


Son tan majos que hasta le pidieron a "Alexa" a nuestra llegada que pusiera "Spanish Music", pero duró lo justo, pues no sé quién ha programado a esta Señora Informática que comenzó a sonar no precisamente lo que nosotros hubiéramos escogido como música española, sino Bad Bunny y, claro, nuestros anfitriones querían agradar pero todo tiene un límite. Al tercer "tú no vive así hata el amanecel" no aguantaron más y cambiaron a "Relaxing music, Alexa, please... and quick!", lo cual agradecimos todos.


La casa, efectivamente, está en medio de la nada, rodeada de verde campiña por los cuatro costados en pleno condado de Essex, un lugar tranquilísimo donde relajarse y disfrutar de paseos con Baxter, un maduro perro labrador de ocho años que es todo amor (amor, pelos y babas, para ser sinceros). Baxter es tranquilo y casero, como nos gustan. Un poco de paseo y un par de bolas lanzadas en el jardín son suficiente para él. Si no le diera por bañarse en todos los charcos apestosos y malolientes que encuentra durante su paseo, sería magnífico.




Al lado de la casa se encuentran los terrenos de algún aristócrata o millonario de última hora, no lo sabemos, pero donde se nota que hay mucha pasta. Resulta que sus terrenos se pueden cruzar por un camino que es paso público que no ha podido cerrar el duque, marqués, o lo que sea, porque es el único acceso a St. Mary Magdalen, una curiosa y antigua iglesia del siglo XII.


El camino permite observar los establos, los campos donde pastan varios caballos y ponys; un estanque artificial inmenso lleno de aves acuáticas con un banquito a su orilla que yo creo que debió construirse tan solo porque el Lord quería declarar su amor a alguna Lady y no le terminaba de convencer la idea de hacerlo en otro contexto menos aristocrático; una explanada con el césped perfectamente cortado con un quiosco de madera en el lateral; varios coches, algunos de ellos antiguos, de coleccionista, a las puertas del palacete, etc. Paseando a Baxter por ese camino, piensas que, efectivamente, hay muchos mundos en este mundo.



El camino lleva hasta la iglesia de St Mary Magdalen, que parece sacada de alguna película medieval inglesa y que va a salir de su puerta de madera carcomida el Fray Tuck charlando alegremente con Robin Hood.


Es una de estas iglesias que tienen en Inglaterra, que nos llaman la atención porque sus jardines son cementerios en el que se esparcen de manera desordenada multitud de lápidas, que parece que las van poniendo según donde pillan un hueco, sin orden ni control, pero que le da una apariencia genuina muy atractiva.


La gran curiosidad de esta iglesia, aparte de sus 800 años de historia, es que fue rector de la misma el clérigo Webb Ellis, que los amantes del rugby sabrán que fue el inventor de este deporte, que, cuenta la leyenda, que se originó cuando este agarró con las manos la pelota durante el transcurso de un juego en el que solo se podía manejar con los pies, en su época de estudiante en la Escuela de la localidad de Rugby. Sea como fuera, lo cierto es que a este hombre se le considera el padre del rugby y así se le reconoce entre otras cosas, por ostentar la copa mundial su nombre, la Copa Webb Ellis.

A este respecto, los dueños nos contaron muy orgullosos cómo se expuso esta copa en la iglesia cuando Inglaterra la ganó en 2003.


Es verdad que la estancia en Epping, junto con tener que cuidar un perro en lugar de una gata, nos dificultó las visitas a Londres, que se hicieron mucho más rápidas y espaciadas en el tiempo. A cambio, y gracias a que los dueños de la casa nos dejaron también su coche, pudimos visitar Cambridge, muy bien conectado por autovía con Epping.


Cambridge, ciudad universitaria de origen medieval, en eterna competición con Oxford, parece sacada de los libros de JK Rowling. Cuando paseas por sus calles, entras en sus pubs, o accedes a alguno de los muchos Colleges que componen su Universidad, te das cuenta de que no es que la autora de Harry Potter tenga mucha imaginación, sino que simplemente hizo una excursión por Cambridge.



Nos encantó Cambridge y su ambiente. Coincidió con el final de los exámenes, con lo cual había una fiesta montada en las calles bastante seria, de estudiantes llenos de pintura, lluvias de cerveza por cada esquina, y profesores engalanados con sus togas que hacían rápido las maletas antes de que a sus alumnos les diera por tomarse la justicia por su mano tirándolos al río.


Nos gustó mucho toda la ciudad, y lamentamos no quedarnos más rato porque no podíamos dejar al pobre Baxter demasiado tiempo sin compañía. Si tuviéramos que quedarnos con lo más llamativo, sería sin duda la capilla del King's College, a la que nada más acceder te quedas anonadado con la altura de sus techos, las vidrieras y una gigantesca mampara de roble oscuro que recubre el órgano, regalo de Enrique VIII, con sus iniciales y las de Ana Bolena (suponemos que antes de decidir decapitarla).






No nos cansaremos nunca de Londres y de esta isla tan especial, que han conseguido crear una cultura propia tan particular y tan reconocida en el mundo entero. Nos vamos, pero sabemos que temporalmente, ya buscando en la aplicación algún House Sitting que nos permita volver y disfrutar de los encantos y de los rincones de esta activa ciudad, siempre tan viva y tan cambiante, que nunca defrauda.







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José María Verdú
José María Verdú
07 jul

Muy completa y entretenida, esta última crónica, de Londres, Cambridge y alrededores. Ya os habéis puesto al día con el blog. A mí también me gusta mucho Cambridge y Londres. Un abrazo


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