Cuando María me dijo que tenía muchas ganas de ir a Milford Sound, me estaba comprando ya mis gafas guays de bakalaero y ensayando mis movimientos espasmódicos de cabeza pa'lante y pa'trás (tzum, tzum, tzum...), cuando para mi decepción me enteré de que no se trata de ningún festival de música electrónica, sino del nombre de unos de los dos principales fiordos del Parque Nacional de Fiorland, un gigantesco entorno salvaje de la parte sureste de la isla sur de NZ.
Y lo de "salvaje" no es una manera exagerada de expresarme. Se trata, en efecto, de un lugar en el que apenas hay poblaciones y caminos. La mayor parte del territorio está inhabitada, y diversa fauna campa a sus anchas por remotas e inaccesibles zonas de lagos, montañas, ríos y fiordos. Hay que ser Rambo o concursante de Supervivientes para poder internarse en esas solitarias montañas y salir ileso.
Al fiordo situado en Milford Sound sí que se puede acceder. Han habilitado una carretera estrecha, sinuosa, montañosa, ventosa y resbaladiza para poner a prueba los permisos de conducción de todos los turistas, que sudamos tinta china a cada curva, rezando por no encontrarnos de frente con los autobuses turísticos que vienen de Queenstown.
Montamos nuestro campamento base en el camping de Te Anau, a 120 kilómetros, el último lugar de civilización donde puedes ir al supermercado o repostar gasolina. Y luego, con calma y tranquilidad, ir haciendo esa carretera despacito, disfrutando del paisaje que, por supuesto, para no variar, es para quedarse extasiado.
En el camino a Milford Sound nos encontramos con Homer Tunnel, un túnel estrechísimo de un solo carril que atraviesa la montaña para ahorrar al conductor un buen número de horas y disgustos. Lo curioso es no solo lo estrecho y claustrofóbico que resulta, sino que solo dispone de un solo sentido de circulación. Así que, en ambas entradas, por un lado y otro de la montaña, han situado unos semáforos que se coordinan para ir dejando pasar el tráfico de uno y otro sentido. Los tiempos de espera del semáforo pueden llegar a los 10 minutos. No me quiero imaginar lo que ocurriría si dejaran de funcionar. Además, un cartel avisa de que desde las 8 de la tarde hasta las 7 de la mañana los semáforos dejan de operar. Vete tú a saber por qué y cómo se organiza el tráfico en ese caso. Yo, desde luego, no estaba dispuesto a averiguarlo. Antes me quedo a dormir en mitad del monte que a internarme en ese túnel kilométrico de un solo carril cruzando los dedos por no encontrarme a nadie de frente.
Menos mal que el gobierno neozelandés ha puesto a unos animadores muy especiales a las entradas del túnel para hacer más amena la espera de la luz verde. Se trata de unos divertidísimos keas (unos pájaros bien grandes similares a loros), que son muy curiosos e inteligentes, y se pasean sin vergüenza alguna entre los coches y caravanas que esperan a que se abra el paso pidiendo comida, paseando por el capó, volando de retrovisor a retrovisor, picoteando ventanillas y manivelas de apertura (cualquier día alguno consigue colarse, meter primera y robarte el coche).
Merece la pena tanto el trayecto como visitar el propio Milford Sound, donde multitud de compañías de cruceros se reparten el turismo ofreciendo travesías por el fiordo para observar las múltiples cascadas y la fauna que puebla sus orillas (leones marinos, pingüinos crestados...) llevándote justo hasta el final del mismo fiordo, donde se abre al mar de Tasmania. Ha sido una de las experiencias más bonitas y relajantes de todo el trayecto en caravana que hemos hecho (una vez que sales del puerto y te libras de las horribles sandflies, que han sido creadas para que no te extasies demasiado con tanta belleza y recordarte que eres un simple mortal).
Y ahora, todo llega a su fin, toca devolver nuestra magnífica furgo-caravana, que se ha portado de maravilla durante todo el viaje (3.200 km que le hemos metido a la pobre). Hay ganas de volver a dormir en una cama de verdad bajo techo. Se acabó el rodar de aquí para allá durante un tiempo. Nuestra próxima etapa será más tranquila, cuidando dos gatas en una casa de Invercargill, la ciudad más al sur del sur de la isla sur (¡Bienvenidos al sur, versión kiwi!), a una latitud en la que ya disfrutamos de 15 horas de luz diarias, y subiendo.
Aprovecharemos para reponernos comiendo un poco mejor y también para tocar algún libro del cole de los niños, que estando en ruta ha sido complicadillo. Y en mi caso yo empezaré a descontracturarme cuello, espalda, brazos... que estas furgonetas no están diseñadas para mis dos metros de altura.
Bonita ciudad, Invercargill, Estuve por allí anteayer, pero no vi ningún campo de kiwis, asi que me vine "pa Valencia". abrazotes.
Diego, no te imagino en un festival así!!! jajajaja.
Pedazo de sitio, pedazo de fotos!!!
Qué de sitios maravillosos. Tiene que ser increíble ver tanta belleza! Eso si, tantos días de “fragoneta”, seguro que os han dejado con el cuerpo molido! Aprovechad la casa, que no hay nada como salir, para recordar lo bien que se está en casita (aunque sea de prestado!). Seguro que lo seguís disfrutando! Bss